Siempre han existido flujos migratorios en el mundo. Desde tiempos inmemoriales, la gente se moviliza, deja el lugar donde nació por diversas razones. Los imperativos económicos, huir de la guerra o la persecución política, mejorar las condiciones de vida, estudiar, aprender o simplemente conocer. Las razones pueden ser muchas y los mecanismos igualmente variados. Cualquiera sea la razón, todos los inmigrantes viven un proceso de adaptación cultural.
Lo triste es que también, desde hace siglos, el inmigrante no siempre es vistos con buenos ojos ni bien recibido en los sitios a los que llega. Al menos desde que la Modernidad y su definición de los Estados-nación es la forma en que se delinean políticamente países y naciones, se ha intentado frenar en cierta medida el flujo “libre” de personas a través de las fronteras.
Las barreras no sólo son físicas. Los orgullos nacionales, las creencias colectivas, los distintos momentos históricos y la escalada de ideas racistas o xenófobas también crean murallas que a veces son más difíciles de escalar que las físicas o las impuestas por la ley y la burocracia.
La empatía es difícil de encontrar, más no imposible. Es sólo cuestión de ponerse en los zapatos del inmigrante.
Las dificultades de un inmigrantes en el proceso de adaptación cultural
Podemos pensar en lo difícil que es llegar a un país en el que se habla otro idioma, quizás con una gramática y ortografía radicalmente opuestas a las de nuestra propia lengua.
O en lo duro que es asimilar costumbres distintas al tiempo que se intenta mantener la identidad propia. ¿En qué punto está la frontera entre asimilación y copia cultural? ¿Qué tantos elementos culturales debe incorporar alguien en otro país sin perder lo que siempre ha sido? ¿Cómo lograr adaptarse sin perderse en el camino?
Las dificultades económicas y burocráticas merecen un capítulo aparte. Para un inmigrante no es sólo decidir ir a vivir a otro país y lograrlo. Se requiere una gran inversión económica, un esfuerzo logístico y superar una gran cantidad de trabas para establecerse de forma sólida, trabajar o estudiar, hacer la vida cotidiana y tener un día a día tranquilo en otro país. A veces no es evidente. A veces, lo pasamos por alto.
Y después, están los aspectos emocionales en las que normalmente no se pone el acento. Quizá incluso las personas que simpatizan con los inmigrantes piensan en ayudarlos en términos legales o económicos, incluso de subsistencia. Pero es raro que piensen en que esas personas dejaron todo lo que conocían por llegar a donde están. Incluso quienes salieron de su hogar por razones “positivas”, como un mejor empleo o una posibilidad académica están lejos. Y allá, en lo que era su hogar, la vida sigue, las amistades se pierden, las ciudades cambian, la gente querida, fallece.
Enfrentar la muerte de un ser querido cuando te separan miles de kilómetros no es fácil, y una mano amiga, una palabra de ánimo, puede ser la diferencia entre sobrevivir emocionalmente y no hacerlo. Son inmigrantes, si, pero también personas.
Dicho esto, socialmente, ¿estamos capacitados para dar este tipo de empatía?